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Cuando el mundo se rompe: Una mirada existencial a la psicosis

  • luisaescuderof
  • 14 abr
  • 4 Min. de lectura


Introducción


La psicoterapia contemporánea, especialmente en su vertiente existencial, se encuentra cada vez más en tensión con el modelo médico tradicional de la salud mental. La idea de "enfermedad mental" como entidad objetiva y biológicamente determinada es puesta en cuestión por diversas corrientes que entienden el sufrimiento psíquico como una forma de existencia, una manifestación del ser en crisis, y no meramente un trastorno que debe corregirse. En este sentido, como señala Heidegger, el ser humano no es un objeto que simplemente "está", sino un ser arrojado al mundo, afectado por su propia apertura al ser. Cuando esa apertura se colapsa, cuando el mundo deja de tener sentido, aparece una forma de extravío que podría nombrarse como psicosis. Karl Jaspers hablaba de los "fenómenos incomprensibles", que escapan a la psicología causal pero que exigen una actitud filosófica de respeto y escucha.




La psicosis, según el DSM-5 (Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales), se caracteriza por la presencia de uno o más de los siguientes síntomas: delirios, alucinaciones, discurso desorganizado, comportamiento motor gravemente desorganizado o catatónico, y síntomas negativos como aplanamiento afectivo, alogia o abulia. Estos fenómenos indican una alteración profunda del juicio de realidad y pueden manifestarse en diversos trastornos psicóticos como la esquizofrenia, el trastorno esquizoafectivo, o los episodios psicóticos breves, entre otros.

Pero más allá de los síntomas diagnósticos, la psicosis también puede ser comprendida como una expresión radical de sufrimiento humano, un intento de sobrevivir a una ruptura profunda en la experiencia del ser-en-el-mundo.

Desde una mirada existencial, la psicosis no se reduce a un fenómeno clínico aislado, sino que representa una crisis del sentido, un colapso en las estructuras que sostienen la comprensión habitual del mundo. Para autores como Binswanger, Laing o Jaspers, la experiencia psicótica revela algo esencial de la condición humana: la fragilidad de nuestras construcciones de sentido, la vulnerabilidad del yo, la posibilidad siempre latente de perder pie.

R.D. Laing, en particular, cuestionó de forma crítica la visión médica tradicional de la psicosis, proponiendo entenderla no como una "enfermedad mental" sino como una reacción significativa ante contextos vitales insostenibles. En su obra "El yo dividido", Laing plantea que lo que suele etiquetarse como esquizofrenia puede ser, en realidad, una forma de protección frente a un entorno alienante o traumático. Para él, el delirio no es una aberración sin sentido, sino una narrativa simbólica que expresa un mundo interior colapsado y que merece ser escuchado con profundidad.

Thomas Szasz, por su parte, llevó esta crítica aún más lejos, al declarar que la "enfermedad mental" es un mito. En su obra "El mito de la enfermedad mental", sostuvo que muchos diagnósticos psiquiátricos no describen condiciones médicas reales, sino juicios sociales y morales disfrazados de ciencia. Para Szasz, etiquetar a alguien como psicótico no es una descripción neutral, sino una forma de control social, una manera de invalidar su discurso y excluirlo de la conversación pública. Esta perspectiva invita a cuestionar la patologización de la diferencia y a considerar que, en ocasiones, lo que se etiqueta como "locura" puede ser una forma de disidencia existencial.

Esta mirada desmedicalizadora, tanto en Laing como en Szasz, permite aproximarse a la psicosis desde una ética del respeto radical. No se trata de negar el sufrimiento ni de abolir toda comprensión clínica, sino de abrir espacio para una escucha más humana, menos normativizada, que reconozca el valor de la experiencia subjetiva.

El delirio, por ejemplo, puede entenderse como un esfuerzo desesperado por reordenar un mundo que ya no ofrece coherencia. La persona no "pierde" simplemente la realidad, sino que crea otra, porque la anterior se ha vuelto inhabitable. En este sentido, la psicosis no es locura absurda, sino una forma extrema de lenguaje, un grito que busca forma cuando la palabra se ha roto.

El terapeuta existencial no se posiciona como corrector de la realidad del paciente, sino como un testigo comprometido con la experiencia del otro. Su tarea no es convencer de lo "real", sino sostener una presencia que acompaña en la desintegración, que valida sin imponer, que escucha incluso cuando no comprende. Como sugiere Karl Jaspers, aunque no podamos "comprender" del todo al paciente psicótico, sí podemos acercarnos con respeto y apertura.

Escuchar la psicosis es abrirse al misterio del sufrimiento psíquico en su forma más cruda. Es dejarse afectar por la pregunta sin respuesta, por la alteridad radical que esa experiencia encarna. Desde lo existencial, se trata de no patologizar la angustia, sino de leer en ella una verdad: que la existencia puede volverse insoportable, y que la mente crea refugios, aunque sean ruinas.

En este marco, el encuentro terapéutico se vuelve una forma de hospitalidad: ofrecer un espacio donde la subjetividad en crisis no sea rechazada, sino acogida. La tarea no es normalizar, sino acompañar. No es silenciar el delirio, sino escucharlo como el último intento de una subjetividad por seguir siendo.

Comprender la psicosis desde una mirada existencial no niega el valor del diagnóstico, pero lo trasciende. Nos invita a no perder de vista lo esencial: que incluso en la locura, hay una persona que siente, que sufre, que busca ser escuchada.


Conclusión

Aceptar una mirada existencial sobre la psicosis es, en el fondo, aceptar que existen formas radicalmente distintas de estar en el mundo. No todos habitamos la realidad de la misma manera, y lo que para unos puede parecer incomprensible, para otros es la única forma posible de sostenerse. La diversidad de la experiencia humana incluye también esas subjetividades que se alejan de la norma, que transitan por sendas de sentido fragmentado, de percepciones intensificadas o desconectadas.

Estas diferencias nos confrontan, nos interpelan, y a menudo despiertan temor: miedo a lo que no entendemos, a lo que se escapa de nuestras categorías. Pero precisamente por eso, la tarea ética del terapeuta no es reducir esa diferencia, sino reconocer su dignidad. Hay muchas formas de existir, muchas formas de narrar el dolor, de resistir al mundo cuando se vuelve hostil.

El encuentro clínico, entonces, se convierte en una posibilidad de reconocimiento. De afirmar que incluso en el extravío, hay una subjetividad valiosa. Y que la labor terapéutica no es devolver al otro a una supuesta normalidad, sino abrir espacio para que su modo de ser tenga lugar. Acompañar en la psicosis es, en definitiva, sostener la posibilidad de que toda existencia, incluso la más extraña, merece ser habitada con dignidad.

 
 
 

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